Día de Muertos en Pomuch y sus muertos limpios

septiembre 12, 2018 4:35 pm Published by Leave your thoughts

Al cabo de tres o cuatros años, los restos de quienes se han ido son exhumados, colocados en una caja de madera y trasladados a un colorido camposanto donde se acumulan osarios. Una vez ahí han de aguardar la llegada del 2 de noviembre y la semana que antecede a esa fecha, porque entonces los vivos se dedican, por designio y cariño, a desplegar todas las formas aprendidas para honrarlos.

 

En los hogares se preparan altares con las cosas que han de traer de vuelta a los muertos. Se llenan de flores y frutas, de fotografías para no dejar que gane el olvido, y de imágenes de santos que sepan hacer lo mismo que las veladoras, iluminar caminos. No falta el pan que ha hecho famoso al pueblo desde finales del siglo XIX: el pan de anís, los pichones, el que se hace con elote o el de canela. Y como si de ello dependiera el equilibrio entre este y el otro mundo, se ofrenda también el platillo que resume lo que sucede después de la vida, el pibipollo. Se trata de un desmesurado tamal hecho con masa de maíz y frijol tierno.

A su relleno de carne (sea de pollo, res o cerdo) se le agrega una mezcla de achiote y especias llamada cool. Luego se envuelve en hojas de plátano y es sepultado para ser cocinado bajo la tierra. El guiso sirve de metáfora desde hace mucho: ilustra al mismo tiempo la travesía del alma por el inframundo y la idea de resurrección que el cristianismo sobrepuso a la cosmogonía maya. Ese día del pib, la primera ración recién salida de la tierra es para el difunto, nadie debe comerlo antes.

Para la gente de Pomuch la muerte es una nueva vida de la que es necesario estar pendiente. Por eso las evocaciones no bastan y hay que acudir a los difuntos cada año, hacerles sentir que no están solos y que todavía se les reconoce y respeta.

Se saca la caja que guarda sus huesos, se levanta meticulosamente la manta que los sostiene y con cuidado se depositan en una tela; se limpia el interior de la caja y se cambia por una nueva la manta bordada con hilos de colores que los sostiene y que lleva el nombre del difunto, y se desempolvan uno por uno con brochas y trapos. Luego se guardan de vuelta, sin prisa, como si fueran mariposas o seres que todavía no saben volar. Primero se ponen los huesos largos, de brazos y piernas; después los huesos curvos, las costillas y clavículas; sigue la cadera, las vértebras, los dedos, pies y manos; finalmente, la quijada y el cráneo.

No hay miedo ni morbo en esa pequeña ceremonia, al contrario, es la manera más íntima aquí encontrada para comunicarse con aquellos que no han dejado de quererse.

Categorised in:

This post was written by Kenia Pérez

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *